Feb. 24, 2019
1 Samuel 26:2-23;
1
Cor. 15:45-49;
Luke 6:27-38)
Fr. Rene Butler MS
The transforming power of God’s grace is
wonderfully demonstrated by his forgiveness, eloquently described by the
psalmist: “As far as the east is from the west, so far has he put our
transgressions from us.” (Compare also Micah 7:19, and Isaiah 38:17.)
The Bible makes no secret of David’s
sinfulness; yet it also says that his heart was “entirely with the Lord his
God” (1 Kings 11:4). He refused to kill Saul, his sworn enemy, because Saul was
the Lord’s anointed.
Paul’s reflection on the earthly man and
the heavenly man is mysterious, mystical. Even for him it is hard to explain
the change that will surely take place in the resurrection.
The demands Jesus makes on his disciples
are so familiar to us that we might not notice how counterintuitive they must have
been to his audience. They require a serious change of heart. “Do to others as
you would have them do to you”—easier said than done.
Mary at La Salette also calls for
change. Conversion is hard enough for us, but submission is disagreeable, even
when accompanied by the promise of abundance.
A sign that such a transformation is
possible may lie, perhaps, in Maximin and Mélanie themselves, though not in a
moral sense. Under interrogation, they demonstrated a perseverance and an
intelligence that no reasonable person could have expected of them. When they
spoke of the Apparition, Mélanie became more communicative, Maximin more
composed.
Children understand that tears have a
connection to life, often to situations that call for consolation: pain, grief,
fear, etc. When they visit a La Salette shrine for the first time, they feel
bad for the Beautiful Lady, and ask their parents, “Why is she crying?”
Mary answers the question herself. Her
people have forgotten her Son. This must not continue. She is obliged to plead
with him constantly on our behalf. We can never repay her for the pains she has
taken for us; but this does not mean we cannot try.
God’s transforming grace is powerful at
La Salette, not only on the Holy Mountain, but in all who take Mary’s words,
tears and love to heart.
(7mo
Domingo Ordinario:
1 Samuel 26:2-23;
1 Corintios 15:45-49;
Lucas 6:27-38)
Pe Rene Butler MS
El poder
trasformador de la gracia de Dios se demuestra maravillosamente por medio de su
perdón, y está descrito con elocuencia por el salmista: “Cuanto dista el
oriente del occidente, así aparta de nosotros nuestros pecados” (Comparar
también Miqueas 7:19, e Isaías 38:17.)
La biblia
no oculta el comportamiento pecaminoso de David; aun así, dice que su corazón
“perteneció íntegramente al Señor, su Dios” (1 Reyes 11:4). Se negó a matar a
Saúl, su enemigo, porque Saúl era el ungido del Señor.
La
reflexión de Pablo con respecto al hombre terrenal y al celestial es
misteriosa, mística. Aun para él es difícil explicar el cambio que seguramente
tendrá lugar en la resurrección.
Las
exigencias de Jesús a sus discípulos nos son tan familiares que no nos damos
cuenta de lo contradictorias que pudieron haber sonado para sus oyentes.
Requieren de un serio cambio de corazón. “Hagan por los demás lo que quieren que
los hombres hagan por ustedes” – más fácil decir que hacer.
María en La
Salette también hace un llamado al cambio. La conversión es bastante difícil
para nosotros, pero la sumisión es desagradable, aunque fuera acompañada por la
promesa de abundancia.
Una señal
de que tal transformación es posible puede encontrarse, tal vez, en Maximino y
Melania mismos, aunque no en un sentido moral. Al ser interrogados, ellos
mostraron una perseverancia y una inteligencia que ninguna persona razonable
podría esperar de ellos. Cuando hablaban de la Aparición, Melania se volvía más
comunicativa, Maximino más sereno.
Los niños
entienden que las lágrimas tienen una conexión con la vida, con situaciones que
piden consuelo: dolor, duelo, miedo, etc. Cuando visitan el Santuario de La
Salette por primera vez, se sienten tristes por la Bella Señora, y preguntan a
sus padres, “¿Por qué llora ella?”
Es María
misma la que responde la pregunta. Su pueblo se olvidó de su hijo. Esto no debe
seguir así. Se ve obligada a suplicarle constantemente por nosotros. Nunca
podremos recompensarle por el trabajo que ella ha emprendido en favor nuestro;
pero esto no quiere decir que no podamos intentarlo.
La gracia
transformadora de Dios es poderosa en La Salette, no solamente en la Montaña
Santa, sino en todos aquellos que se apropian de las palabras de María, sus
lágrimas y su amor profundo.
Traducción:
Hno. Moisés Rueda, M.S.
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